El reloj de pared marcaba las tres con diez cuando el profesor Lambert entró en la sala de profesores, con el ceño fruncido y el amuleto dentro del bolsillo de su chaqueta. En la sala, el olor a café rancio y tiza flotaba como una nube invisible. Dos maestras conversaban en voz baja, pero se callaron al ver la expresión irritada de Lambert.

—Los niños de ahora… —bufó, dejando su carpeta sobre la mesa—. Uno de ellos trajo esto hoy —sacó el amuleto y lo colocó sobre el escritorio de roble.

Fue entonces cuando alguien al fondo levantó la vista.

El profesor Armand, un hombre delgado, de cabello largo y canoso, que enseñaba historia de las civilizaciones antiguas, se acercó lentamente, como si algo lo atrajera de forma instintiva.

—¿Puedo verlo? —preguntó, con una voz suave y una mirada que parecía ver más de lo que decía.

Lambert encogió los hombros.
—Una baratija. El niño decía que era un amuleto que le dejó su padre. Bah… supersticiones.

Armand lo tomó entre sus dedos y lo giró con delicadeza. La piedra de jade brilló bajo la luz de la lámpara como si respirara.

—Esto no es una baratija… —susurró—.Es un símbolo tolteca. Representa al dios que no debe ser nombrado.

Lambert resopló.

—Por favor. Es un niño de diez años. Vive en el bosque con su madre, que aún cree en hadas. No hay nada especial aquí.

Pero Armand no lo escuchaba. Sus pensamientos ya estaban en otro sitio.
Recordaba un viaje, muchos años atrás, en la pirámide de Tepoztlán en México. Recordaba ver un amuleto casi idéntico en una ceremonia que no estaba hecha para turistas.

—¿Quién es el niño? —preguntó Armand, sin levantar la vista.

—Axel Morel. Vive con su madre y su hermano menor. El padre desapareció hace años. Una historia triste.

Armand asintió. Triste… y poderosa.

—Este objeto no debe quedarse en un cajón. Puede que signifique más de lo que creemos.

Lambert frunció el ceño.

—¿Qué estás diciendo? ¿Que deberíamos devolvérselo? ¿A un niño que se distrae en clase y juega con colgantes?

—Solo digo que es una pieza rara. Tal vez demasiado valiosa para que un niño la lleve colgada al cuello. ¿Puedo quedármelo? Solo para examinarlo.

—Devuélveselo tú mismo al final del día si quieres. Pero si empiezan los padres a hacer escándalo…

—No lo harán —dijo Armand, envolviéndolo con cuidado y guardándolo en el bolsillo interior de su abrigo. Sus dedos temblaron ligeramente al tocarlo.

Ya en el pasillo, con la puerta cerrada tras de sí, Armand se detuvo un momento. Sacó el amuleto, lo sostuvo a la luz y susurró:

—Por fin…

Sus ojos brillaban con una mezcla peligrosa de deseo y conocimiento.

Afuera, en el patio, Axel levantaba la mirada hacia las ventanas del edificio.
No lo sabía aún, pero el amuleto ya no estaba donde creía.

Y alguien más —alguien con demasiadas preguntas— acababa de convertirse en su primer enemigo.

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