La mañana siguiente, Axel no pudo dejar de mirar el amuleto. Lo escondió debajo de su camiseta, sintiendo cómo el jade tocaba su pecho con una calidez que parecía latir. León lo observaba desde la mesa del desayuno, con su expresión siempre curiosa, mientras su madre preparaba una infusión de romero y lavanda.

—Recuerda, Axel —dijo Maëlys sin volverse—. Ese amuleto no es un juguete. Es parte de tu herencia y la de tu hermano… y tiene su propia voluntad.

Axel asintió, aunque no entendía del todo. Lo único que sabía era que no quería separarse de él.
Ese día, el camino al colegio se sintió distinto. Como si cada árbol lo mirara al pasar. Como si el bosque supiera algo que él apenas comenzaba a descubrir.

La escuela estaba en un pequeño pueblo cercano, a donde Axel y otros pocos niños del bosque asistían. A pesar de que era callado, algo solitario, tenía un par de amigos leales: Zoé, una niña pelirroja que decía entender el lenguaje de los gatos, y Jules, un chico bajito y nervioso que coleccionaba insectos y creía en fantasmas.

Durante la clase de historia, Axel no pudo resistirse. Sacó el amuleto y lo sostuvo entre sus dedos, observando cómo la luz del sol se filtraba a través del jade. Sentía algo moverse en su interior… como si pudiera escuchar susurros. Susurros que no venían de este mundo.

—¡Axel Morel! —tronó la voz del profesor Lambert, un hombre rígido como una vara de roble seco.

Axel dio un salto.

—¿Qué tienes ahí?

—Nada, monsieur…

—Muéstralo.

A regañadientes, Axel extendió la mano. El profesor tomó el amuleto con dedos fríos y lo sostuvo frente a todos como si fuera una baratija.

—Esto no es lugar para tus juegos de brujería —Y lo guardó en su bolsillo.

Axel sintió que le arrancaban algo más que un collar. Sentía que le faltaba el aire, como si le hubieran apagado una parte del alma.

En el recreo, Zoé y Jules lo rodearon bajo el viento del roble.

—No puedes dejarlo ahí —dijo Zoé, con los ojos encendidos—. Ese collar tiene algo raro. Lo noté desde que lo trajiste.

—Mi padre me lo dejó —confesó Axel—

—¿Y el profesor Lambert? —preguntó Jules, mordiéndose las uñas—. Está loco. ¿Qué pasa si se lo lleva a casa?

Axel lo miró, decidido.
—No podemos esperar al final del día. Lo recuperaremos. Esta tarde.

Y así, mientras las campanas marcaban el inicio de la última clase, Axel, Zoé y Jules empezaron a trazar un plan para recuperar el amuleto.
No lo sabían aún, pero al recuperar ese amuleto, no solo desobedecerían a un maestro: despertarían algo más antiguo que el colegio mismo. Algo que dormía bajo sus pies.

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