Axel tenía diez años y una curiosidad que a veces asustaba hasta a su madre. Vivía con ella y su hermano pequeño, León, en una cabaña de madera al borde del bosque de Sologne, en el corazón de Francia.
Su madre, Maëlys, era una mujer de ojos claros y alma antigua, una druida celta que conocía los secretos de las hierbas, los ciclos de la luna y los susurros de los árboles. Pero nunca hablaba del padre de Axel, un mexicano que había desaparecido cuando él apenas tenía cinco años. Todo lo que sabía era que era un shamán del clan tolteca, un hombre sabio que hablaba con los espíritus.
Esa tarde, mientras León dormía y Maëlys recolectaba raíces en el claro, Axel se adentró más de lo habitual en el bosque. Había algo en el aire, una vibración, como si los árboles quisieran contarle un secreto.
Fue entonces cuando la vio.
Una pequeña caja de madera sobresalía de entre las raíces de un roble retorcido. Tenía símbolos grabados en los costados: espirales, serpientes, y un sol estilizado que Axel había visto en los dibujos que su padre solía hacer. Se arrodilló, con el corazón latiéndole como tambor. Al tocarla, la caja pareció templarse con el calor de sus manos, como si lo hubiera estado esperando.
La abrió con cuidado.
Dentro, encontró un cuaderno de cuero gastado y un objeto que le cortó la respiración: un amuleto de jade verde oscuro, en forma de espiral. Lo reconoció de inmediato. Su padre lo usaba siempre, colgado al cuello. Axel lo levantó con manos temblorosas; el jade estaba frío, pero al contacto con su piel, una oleada de imágenes cruzó su mente: selvas, fuego, cantos en lenguas desconocidas… y la figura de su padre, sonriéndole entre la niebla.
Abrió el cuaderno. La primera página estaba escrita en una caligrafía firme:
« Si encuentras esto, es porque el tiempo ha llegado. No tengas miedo. Eres hijo de dos mundos. »
Axel sintió que el suelo bajo sus pies ya no era el mismo. Había escuchado cuentos de magia, de espíritus y guardianes. Pero ahora tenía en sus manos la prueba de que no eran solo historias. Algo dentro de él se encendió, una llama que dormía desde que su padre se había ido.
Cerró la caja y corrió de regreso a casa, el amuleto colgando de su cuello, el cuaderno apretado contra su pecho. León seguía dormido, y Maëlys aún no volvía. Axel se sentó frente a la chimenea y volvió a abrir el diario. Sabía que su vida estaba a punto de cambiar. Y que la historia de su padre apenas comenzaba a escribirse… en él.
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